El que vuela, corriendo, es un pibe. El que piensa, por el resto, es un hombre. Los que meten, como si se tratara de la última bola de la noche, son todos. Todos son un equipo. Y el equipo, el mejor de la recta final del torneo, es Boca. La prueba, irrefutable, estalla en los ojos. San Lorenzo, dueño de laureles que supo conseguir, se derrite en el calor del clásico más esperado. Nadie, ni el gran Lobo Ledesma, puede detener tanto fuego. Volcánico, Boca lo arrasa, con más agresividad que estética, con decisión, con carácter, con la autoridad que otorga la confianza. Mouche, el pibe que vuela, gambetea lindo, hacia adelante, donde más le duele a Hirsig, el improvisado lateral derecho. Riquelme, el hombre que piensa, se recuesta sobre la izquierda y se mueve como nunca, para que se rasquen la cabeza los que dicen que está cansado. Cada pelota dividida tiene un fallo unánime: siempre ganan los de azul, amarillo y luto, en cantidad y en calidad. Los signos de un campeón (orden, coraje, circulación, ejecución, jerarquía individual y colectiva) se ven de un solo lado. Más nítidamente en un tiempo, el primero, en el que Boca empezó a ganar la final.
El partido fue un espejo de la realidad. Boca, de River para acá, jamás dejó de creer que podía. San Lorenzo, de Racing para acá, confirmó las dudas que lo habían rodeado aun en algunos triunfos. La convicción es la primera de las tácticas que hay que respetar. Si no hay confianza, el pizarrón se queda sin tiza. Las circunstancias influyen, por supuesto. San Lorenzo llegó averiado, sin Aguirre (clave) y Chaco Torres (hoy más importante que Ledesma), con Adrián González en el banco. A Boca, además de las conocidas ausencias de Palermo y Palacio, le faltó Morel Rodríguez. Y ahí, entonces, también quedaron a la vista las muñecas de los técnicos. Mientras Russo inventó a Hirsig de cuatro, Ischia cambió el esquema, defendió con tres y así controló las debilidades ofensivas de Silvera y Bergessio.
Pero hubo otro cambio, no tan perceptible: Riquelme reinventó el puesto. Román, el último especialista en el rubro, ya no es el enganche de Boca. No. Sigue siendo el conductor, eso no cambia, pero mudó la zona de gestación. Hoy toma aire en la izquierda, más cerca del área y ahí, casi como mediapunta, decide por los demás. Con ese movimiento, de paso, les da metros de recorrido hacia adelante a los dos tapones (Battaglia y Vargas) y permite que Viatri baje unos metros y participe del circuito.
Esa posición, la de Riquelme, le quitó campo de acción a Rivero, el volante que podría haber incomodado a Paletta. La prolijidad de Acevedo no alcanzó para contagiar. Ledesma no pesó, Aureliano no aceleró y el único que cambió la velocidad fue Menseguez, cuando entró, aunque después se apagó. La imagen de este San Lorenzo, débil de fibra, fue la de Silvera convertido en lanzador. El verdadero nueve, el que debía estar para el último toque, recibía y distribuía sin éxito.
Boca hizo un enorme sacrificio en el primer tiempo para llevarse sólo un 1-0 al vestuario. La genialidad de Riquelme en el gol (no por lo bello, sí por lo inteligente) bien pudo ser acompañada por ese zurdazo atrevido de Mouche (no se la dio a Román) o por las que tuvo Viatri (esta vez se pasó de frío a la hora de definir). Hasta Paletta, en una, giró como si fuera un delantero y por poco no agujerea a Orión.
Hubo un momento del segundo tiempo en el que San Lorenzo le discutió la tenencia. Sin embargo, aun sin tantas energías, Boca fue más peligroso. La única del equipo de Russo en todo el partido fue un mal cabezazo de Acevedo.
Ganarle con tanta contundencia y alcanzarlo en la punta después de haber estado a once puntos, es muy fuerte: Boca ganó algo así como un título. San Lorenzo todavía no lo perdió: el tiempo dirá si puede recuperar el orgullo.
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