Este River lucha contra los límites. Los corre, aunque resulte inexplicable, siempre un poquito más allá. Hay que exprimir la capacidad de asombro, entrenarla, porque cada vez resulta más difícil aceptar que todavía no se llegó al fondo, que todavía se puede estar peor, que todavía alguna racha negra es extendible, que todavía se puede pasar un poco más de vergüenza...
Ultimo, y no último solito, vaya paradoja, gracias a que Boca derrotó a Central, aunque no da como para llamar para congraciarse, más allá de que la cuestión de fondo excede a si la diferencia de gol lo ubica 19º o 20º. Porque es último, cómodo, entre los peores equipos del Apertura. Juega decididamente mal. Hace cuatro meses y monedas, este mismo plantel daba la vuelta olímpica en el campeonato local, en una muestra de carácter, de temple, tras haberse levantado de una eliminación escandalosa de la Copa Libertadores. Ya no queda nada, no hay reacción. Anoche, en otra demostración de descoordinación, desconcepto, despropósito y varios "des" cuya enumeración podría inundar los siguientes párrafos, River se arrastró en Jujuy, paseó sus jirones por el norte del país y perdió por primera vez en su historia en una visita a Gimnasia, un rival que hasta ayer apenas lo superaba por dos puntos en la tabla.
Durante la última, y no tan lejana, etapa de Daniel Passarella como técnico, River penaba, era vencido o goleado por rivales de muchísima menor jerarquía en sus apellidos: Caracas, Argentinos, Tigre, el propio Gimnasia jujeño. Ahora no hay resultados catastróficos, aunque sí derrotas en continuado que provocan crisis más difíciles de extirpar, porque River se vuelve a acostumbrar a perder, del mismo modo que para cualquier trabajador se torna habitual viajar en trenes y subtes abarrotados. La responsabilidad, está claro, es de todos. Dirigentes, jugadores, cuerpo técnico. De cada uno de los que entra a la cancha, y de cada uno de los que no da el máximo en los entrenamientos como para ganarle el puesto al que está jugando (jugando mal, claro, porque es obvio que nadie juega bien). Si el 0-1 ante los jujeños se hubiera producido en el Monumental, el clima sería irrespirable. Si la continuidad de Diego Simeone depende de que el entrenador vea, intuya, perciba una reacción sanguínea, una muestra del grupo de que se puede salir... Ni siquiera hay síntomas de supervivencia en la Copa Sudamericana. Debe vencer a Chivas, en Guadalajara, por cualquier resultado que no sea 1-0. Misión que, a esta altura, suena a ciencia ficción.
Buonanotte no es ni la cuarta parte del Enano picante que era en el Clausura. Abelairas pierde el puesto. Falcao no le acierta al arco. Flores no acierta un pase a un compañero. Y así podría seguirse, trocando apellidos según la ocasión, según la rotación, según el rival que esté enfrente. A River, a este River que acumula nueve partidos sin victorias en el fútbol doméstico y que apenas registra tres en el semestre (una ante Central, justamente el que lo acompaña en la cola del torneo, y un par ante Defensor Sporting), sólo le queda la Sudamericana para no hundirse en un fin de año triste, en el que pocos recordarán la vuelta olímpica en el campeonato pasado, revoleando camisetas. Porque las camiseta se cayeron. Están en el piso. Hechas un trapo.
Ultimo, y no último solito, vaya paradoja, gracias a que Boca derrotó a Central, aunque no da como para llamar para congraciarse, más allá de que la cuestión de fondo excede a si la diferencia de gol lo ubica 19º o 20º. Porque es último, cómodo, entre los peores equipos del Apertura. Juega decididamente mal. Hace cuatro meses y monedas, este mismo plantel daba la vuelta olímpica en el campeonato local, en una muestra de carácter, de temple, tras haberse levantado de una eliminación escandalosa de la Copa Libertadores. Ya no queda nada, no hay reacción. Anoche, en otra demostración de descoordinación, desconcepto, despropósito y varios "des" cuya enumeración podría inundar los siguientes párrafos, River se arrastró en Jujuy, paseó sus jirones por el norte del país y perdió por primera vez en su historia en una visita a Gimnasia, un rival que hasta ayer apenas lo superaba por dos puntos en la tabla.
Durante la última, y no tan lejana, etapa de Daniel Passarella como técnico, River penaba, era vencido o goleado por rivales de muchísima menor jerarquía en sus apellidos: Caracas, Argentinos, Tigre, el propio Gimnasia jujeño. Ahora no hay resultados catastróficos, aunque sí derrotas en continuado que provocan crisis más difíciles de extirpar, porque River se vuelve a acostumbrar a perder, del mismo modo que para cualquier trabajador se torna habitual viajar en trenes y subtes abarrotados. La responsabilidad, está claro, es de todos. Dirigentes, jugadores, cuerpo técnico. De cada uno de los que entra a la cancha, y de cada uno de los que no da el máximo en los entrenamientos como para ganarle el puesto al que está jugando (jugando mal, claro, porque es obvio que nadie juega bien). Si el 0-1 ante los jujeños se hubiera producido en el Monumental, el clima sería irrespirable. Si la continuidad de Diego Simeone depende de que el entrenador vea, intuya, perciba una reacción sanguínea, una muestra del grupo de que se puede salir... Ni siquiera hay síntomas de supervivencia en la Copa Sudamericana. Debe vencer a Chivas, en Guadalajara, por cualquier resultado que no sea 1-0. Misión que, a esta altura, suena a ciencia ficción.
Buonanotte no es ni la cuarta parte del Enano picante que era en el Clausura. Abelairas pierde el puesto. Falcao no le acierta al arco. Flores no acierta un pase a un compañero. Y así podría seguirse, trocando apellidos según la ocasión, según la rotación, según el rival que esté enfrente. A River, a este River que acumula nueve partidos sin victorias en el fútbol doméstico y que apenas registra tres en el semestre (una ante Central, justamente el que lo acompaña en la cola del torneo, y un par ante Defensor Sporting), sólo le queda la Sudamericana para no hundirse en un fin de año triste, en el que pocos recordarán la vuelta olímpica en el campeonato pasado, revoleando camisetas. Porque las camiseta se cayeron. Están en el piso. Hechas un trapo.
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